Casa de Dios y Puerta del Cielo

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Centro de Formación de Discípulos

Equipo ministerial al servicio de nuestro Señor Jesucristo


CAPITULO 4 

LA VIDA EN EL REINO

Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará.

Mateo 16:24,25

Debemos escapar de las tinieblas y del reino del egoísmo donde todos y cada uno vive para sí y hace su propia voluntad. Es necesario que entremos en el Reino de Dios, donde todos viven para Él y hacen su voluntad. El Reino de Dios debe crecer y crecer y crecer hasta que “Los reinos del mundo (hayan) venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo” (Apocalipsis 11:15).

Para poder pertenecer a su Reino es necesario que muramos a nosotros mismos. Sin embargo, muchos que han sido salvos aún no comprenden que son esclavos. Quieren seguir haciendo su propia voluntad y eso no es posible. Es por eso que Jesús dijo que es necesario perder la vida a fin de salvarla. Son muchos los que acuden a la Iglesia procurando salvar sus vidas. Pero esta actitud de parte de los tales nos prueba que ignoran la voluntad de Jesús y en este Reino Él es el Señor. En el capítulo 13 de Mateo leemos que Jesús señaló que el Reino de Dios era como un comerciante que buscaba perlas finas y cuando encontró la perla de gran precio vendió todo cuánto poseía para comprarla.

Es sabido que muchos cristianos piensan que en esta parábola, la perla de gran precio somos nosotros y que Cristo tiene que dar todo para redimirnos. Pero ahora nos damos cuenta que Él es la perla de gran precio. Nosotros somos aquel comerciante que anda buscando felicidad, seguridad, fama, eternidad. Y una vez que encontramos a Jesús, debemos darle todo cuanto poseemos. Él posee felicidad, gozo, paz sanidad, seguridad, eternidad, todo. Y por eso nosotros preguntamos:

--¿Cuánto cuesta esta perla? Quiero tenerla.

-- Bueno, -- dirá el vendedor --, es muy cara.

-- Bien, pero, ¿cuánto cuesta? – insistimos.

-- Es muy, muy cara.

-- ¿Piensa que podré comprarla?

-- Por supuesto. Cualquiera puede adquirirla.

-- Pero, ¿es que no me acaba de decir que es muy cara?

-- Sí.

-- Entonces, ¿cuánto cuesta?

-- Todo cuánto usted tiene –responde el vendedor.

Pensamos unos momentos. –Muy bien, estoy decidido ¡voy a comprarla! –

Exclamamos.

-- Perfecto ¿Cuánto tiene usted?. –Nos pregunta--. Hagamos cuentas.

--Muy bien. Tengo cinco millones de pesos en el Banco.

-- Bien, cinco millones. ¿Qué más?

-- Eso es todo cuánto pose.

--¿No tiene ninguna otra cosa?

--Bueno... tengo unos pesos en el bolsillo.

--¿A cuánto ascienden?

Nos ponemos a hurgar en nuestros bolsillos. –Veamos, esto... cien, doscientos, trescientos ... aquí está todo ¡ochocientos mil pesos!

-- Estupendo. ¿Qué más tiene?

-- Ya le dije. Nada más. Eso es todo.

--¿Dónde vives?—nos pregunta.

-- Pues, en mi casa. Tengo una casa.

--Entonces la casa también, --nos dice mientras toma nota

-- ¿Quiere decir que tendré que vivir en mi carpa?

--Ajá, ¿con que también tiene una carpa? La carpa también. ¿Qué más?

--Pero, si se la doy entonces tendré que dormir en mi automóvil.

--¿Así que también tiene un auto?

--Bueno, a decir verdad tengo dos.

--Perfecto. Ambos coches pasan a ser de mi propiedad.

¿Qué otra cosa?

--Mire, ya tiene mi dinero, mi casa, mi carpa, mis dos autos ¿Qué otra cosa quiere?

--¿Es solo?¿No tiene a nadie?

--Sí, tengo esposa y dos hijos..

--Excelente. Su esposa y niños también. ¿Qué más?

--¡No me queda ninguna otra cosa! Ahora estoy solo.

De pronto el vendedor exclama: --Pero, ¿casi se me pasa por alto! Usted ¡Usted también! Todo pasa a ser de mi propiedad: esposa, hijos, casa, dinero, automóviles y también usted.

Y en seguida añade: --Preste atención, por el momento le voy a permitir que use todas esas cosas pero no se olvide que son mías y que usted también me pertenece y que toda vez que necesite cualquiera de las cosas que acabamos de hablar debe dármelas porque yo soy el dueño. Así ocurre cuando se es propiedad de Jesucristo.

Cuando por vez primera comenzamos a predicar este mensaje del discipulado en buenos Aires, nuestras congregaciones estaban muy dispuestas a obedecer. Muchos de nuestros miembros traían sus casas y departamentos para darlos a la Iglesia. (En los últimos años la inflación en Argentina ha sido tan grande que la gente no deposita su dinero en el Banco, porque de hacerlo pronto se vería totalmente descapitalizada, y por lo tanto en lugar de guardar dinero compra cualquier cosa que tenga valor y que no se desvalorice con la inflación. Es así que nuestras propiedades vienen a ser como nuestros salvavidas).

Nosotros no sabíamos qué hacer con todas esas propiedades. Los pastores nos reuníamos. Uno dijo: --Tal vez podamos vender todo eso y usar el dinero para edificar una gran iglesia en la ciudad.

Pero otros dijeron: --No, no. Eso no es la voluntad del Señor--. Después de haber pasado seis meses en oración el Señor nos mostró qué teníamos que hacer. Reunimos a los que habían dado sus casas y departamentos y les dijimos: --Vamos a devolverles a todos ustedes sus bienes raíces.

El Señor nos ha mostrado que no quiere casas vacías. Quiere casas con gente viviendo en ellas para cuidarlas. Quiere las alfombras y la calefacción y el aire acondicionado y la luz y la comida y todo listo para El. También quiere su automóvil con usted como chofer. Pero tengan presente que aun así todo le pertenece a Él.

Es así que ahora todas las casas están abiertas. Cuando recibimos visitas en nuestra congregación nos preguntamos quiénes pueden llevar a su casa a esos hermanos, sino que le decimos a alguno: --Hermano, tienes que llevar a estas personas a tu casa-- . No pedimos, podemos dar órdenes por qué la casa ya ha sido dada al Señor. Y la gente le agradece al Señor porque le permite vivir en su casa. Es un enfoque totalmente distinto. Pero una vez que la persona piensa de sí como un esclavo en el Reino de Dios, entonces tiene sentido.

El Reino de Dios también puede compararse con un matrimonio. Cuando la mujer se casa pasa a pertenecer a su esposo. Y todo lo de él es de ella. Si él tiene un automóvil o dos, son de ella. Pero en el proceso la mujer pierde hasta su apellido.

En el pasado nos hemos equivocado al no explicar a la gente toda la historia. Les hemos dicho que todo lo que Jesús tiene pasa a ser de ellos, pero nos hemos olvidado de dejar bien claro que todo cuánto ellos tienen pasa a ser de El. Si no hacemos así entonces no habrá señorío.

Jesús dijo: “¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Apocalipsis 3:15,16)

¿Sabe usted lo que significa esto? Dispénseme por valerme de esta ilustración, pero es algo que dijo el mismo Jesús. ¿Cuáles son las cosas que vomitamos? Las que no digerimos. Aquello que se digiere no se vomita.

Las personas que son vomitadas son aquellas que se niegan a ser digeridas por el Señor Jesucristo.

En la digestión todo se desintegra. Su vida termina. Usted se transforma en Cristo Jesús. De manera inequívoca está asociado a Él. Casi todos sabemos que Argentina es famosa por esos sabrosísimos bistecs (o bifes como por lo general se llaman aquí). Supongamos que el delicioso bistec llega a mi estómago y los jugos gástricos se alistan para digerirlo a la par que le dicen:

--Buenas noches, ¿cómo le va?

Entonces el filete le contesta: --Muy bien. ¿Qué es lo que desean?

--Bueno, estamos aquí para digerirlo, para transformarlo en Juan Carlos.

Supongamos también que ante estas palabras el bistec conteste:

--No, un momentito. Ya es bastante con que me haya comido, pero desintegrarme por completo no y no.

Aunque ahora me encuentro en su estómago quiero seguir siendo bistec. No quiero perder mi identidad. Quiero seguir siendo un bistec.

--No señor. Usted tiene que disolverse y pasar a ser Juan Carlos.

--¡Jamás De los jamases! ¡He sido y seguiré siendo un bistec!

Y así es cómo empieza la pelea. Supóngase que gane el bistec y los jugos gástricos no puedan hacer otra cosa que permitir que este permanezca en mi estómago sin ser digerido. Si eso ocurre, no pasará mucho rato sin que lo arroje. Pero en cambio, si son los jugos gástricos los que ganan, el filete perderá su identidad y pasará a ser Juan Carlos Ortiz. (Antes de que yo comiera el filete éste era parte de una vaca anónima que pastaba vaya a saber en qué lugar. Nadie reparaba en ella, pero ahora, por cuanto ha sido digerida, ¡hasta pude escribir un libro!)

Lo mismo sucede con el Señor. Estamos “en Cristo”. El que estemos allí o no depende de nosotros. A fin de poder permanecer en Jesús debemos perder todo para llegar a ser Jesús. Perdemos, igual que el esclavo del que leemos en el capítulo 17 de Lucas, nuestra vida y todo cuanto tenemos.

Todo nuestro tiempo pasa a ser de su propiedad, ya sean las ocho horas que trabajamos, las ocho que dormimos y también las otras ocho horas restantes.

Se da el caso de creyentes que piensan “Bueno, por suerte terminé mi trabajo del día. Ahora me voy derechito a casa y me daré un buen baño. Después voy a mirar un rato la televisión y entonces ¡a la cama! Sí, ya sé que esta noche hay reunión en la iglesia, pero, después de todo el pastor tiene que comprender que tengo derecho a un poco de descanso...”

¿Qué tiene derecho a qué, señor esclavo? ¡No tiene derecho a nada! Ha sido comprado por Jesucristo y Él es dueño de todas sus horas. Luego que el esclavo de la parábola que refirió Jesús concluyó su tarea en el campo no pensó: “Bien, veamos qué es lo que puedo comer yo ahora”. Más bien pensó: “¿Qué puedo hacerle de comer a mi amo? ¿Arroz con frijoles? No, ayer comió eso. ¿Un lindo y jugoso bistec con papas fritas? Hum. . ., se me ocurre que le va a gustar más si se lo preparo con papas al horno. . . “

--Bueno, me parece que esta noche no voy a ir a la iglesia, ¿Tienes idea de quién predica hoy, querida?

--Oh, me parece que el hermano Fulano de Tal.

--Sí es así, pensándolo bien, me quedo en casa.

Realmente sí que estamos patas para arriba. Hoy día los señores se sientan en los bancos. Tratamos a Jesús como si El fuera nuestro esclavo.

Cuando oramos decimos: “Señor”, (pero nuestra actitud demuestra todo lo contrario), “tengo que salir. Por favor vigila mi casa que nadie entre a robar mientras me encuentro fuera. Y por favor, no te olvides de protegerme de cualquier accidente mientras conduzco mi auto”.

¿Qué es lo que esperamos que nos diga Jesús? “Sí, señora” o “muy bien, señor?” Los siervos no dan órdenes sino que preguntan: “señor, ¿qué quieres que haga?” La satisfacción del siervo es ver contento a su amo. No es de extrañarse que las cosas no anden bien en la Iglesia. Todavía no hemos empezado a pensar cómo servir a Jesús.

Nuestras alabanzas son su comida. Los himnos son el agua en su mesa. La ofrenda constituye otra parte de su comida. Sin embargo nos engañamos a nosotros mismos puesto que decimos: “Vamos a levantar una ofrenda para el Señor, para poder comprar un equipo de aire acondicionado para la iglesia”. ¡Mentira! Es para nosotros. Muchas de las ofrendas que decimos que son para el Señor en realidad son para nosotros. Lo único que Jesús dijo que se le daba a Él eran las limosnas a los pobres.

¿Cuál es la comida principal de Jesús? Las vidas de los hombres. En Romanos 12:1 Pablo dice que el culto espiritual es presentar nuestros cuerpos a Jesús. Cuando Jesús nos ve que llevamos a otros a sus pies, dice: “Muy bien. Aquí llega mi siervo con mi comida”. Otra persona ha sido disuelta para transformarse en Jesús.

El Señor concluyó su historia diciendo: “Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos”

Lucas 17:10

¿Puede decir usted que ha hecho todo cuánto el Señor le ha mandado? De ser así podríamos tener una ceremonia de colación de grados para usted donde le entregaríamos un diploma con la siguiente leyenda: “Siervo inútil”.

Estamos tan patas para arriba que hoy día le entregamos a un siervo inútil un diploma que dice: “Reverendo”. En cierta oportunidad me encontraba en una reunión donde una persona fue presentada con gran pompa. El órgano dejó escuchar sus acordes y se encendieron los reflectores en tanto que alguien anunciaba: “Y ahora con nosotros el gran siervo de Dios...”

Si era grande no era siervo y si era siervo no era grande... Siervos son aquellas personas que reconocen que no son dignas de nada. Trabajan ocho horas y al volver preparan la comida para su Señor y se sienten estimulados y gozosos cuando ven que su Señor disfruta de la comida.

Quiera Dios ayudarnos a hacer con alegría aquello que hacen los siervos en su Reino.

CAPITULO 1



¨Jesucristo es el Señor¨


¿Por qué me llaman: Señor, Señor, y no hacen lo que yo digo? (Lucas 6:46)


En nuestro idioma castellano ha surgido un interesante problema en torno a la palabra “Señor”. Al dirigirnos a alguien lo hacemos diciéndole: “señor Pérez, señor Fernández”, y también a Jesús lo llamamos Señor.


Esta falta de distinción ha hecho que perdiéramos el verdadero concepto o significado de la palabra “Señor”. El hecho de que a Jesús lo llamemos “Señor” no despierta en nosotros ningún reconocimiento en cuanto al verdadero significado de esa palabra.


Sin embargo, esto no sucede únicamente en los pueblos de habla hispana. Lo mismo ocurre con los de habla inglesa, aun cuando empleen dos palabras: mister y Lord; la primer la usan para las personas y la última para dirigirse a Jesús. Es posible que el concepto de Lord haya perdido su significado a causa del comportamiento poco encomiable de los “lores” ingleses.


En la actualidad, la palabra Señor no tiene para nosotros el mismo significado que tuvo en los tiempos en que Jesús vivió sobre la faz de la tierra. Entonces esta palabra se usaba para referirse a la autoridad máxima, al primero, al que estaba por encima de los demás, al dueño de toda la creación. Los esclavos se dirigían a sus amos utilizando la palabra griega kurios (“señor”) escrita en minúscula. Pero si esta palabra estaba escrita en mayúscula, entonces se refería a una sola persona en todo el Imperio Romano. El César era el Señor. Más aún, toda vez que algún funcionario de estado o tal vez algún soldado se cruzaban por la calle tenían que saludarse diciendo: “¡César es el Señor!” Y la respuesta habitual era: “¡Sí, César es el Señor!”


Es así que los cristianos en aquel entonces se veían confrontados con un problema bastante difícil. Toda vez que alguien los saludaba con las consabidas palabras -¡César es el Señor! – invariablemente su respuesta era - : No, ¡Jesucristo es el Señor! -. Esto les creó dificultades, no porque César tuviera celos de ese nombre, sino que era algo que tenía raíces más profundas. César no tenía la menor duda respecto de lo que ello significaba para los primero cristianos; estaban comprometidos con otra autoridad. En sus vidas Jesucristo pesaba más que el mismo César.


Su actitud decía bien a las claras: “César, tú puedes contar con nosotros para ciertas cosas, pero cuando nos veamos forzados a escoger, nos quedaremos con Jesús, por cuanto le hemos entregado nuestras vidas. Él es el primero. Es el Señor, la autoridad máxima para nosotros”. No es de extrañarse entonces que el César hiciera perseguir a los cristianos.


El Evangelio que tenemos en la Biblia es el Evangelio del Reino de Dios. Allí encontramos a Jesús como Rey, como el Señor, como la autoridad máxima. Jesús es el eje sobre el cual gira todo. El Evangelio del Reino se centra es un Evangelio que se centra en Jesucristo.


Sin embargo en estos últimos siglos hemos venido prestando oídos a otro Evangelio, uno centrado en el hombre, un Evangelio humanista.; el Evangelio de las grandes ofertas, de las grandes liquidaciones, de las colosales rebajas. Es un Evangelio en que el pastor dice: “Señores, si ustedes aceptan a Jesús ...” (ya en esto solamente hay un problema por cuanto es Jesús quien nos acepta a nosotros y no nosotros quienes lo aceptamos a él. Hemos puesto al hombre en el lugar que legítimamente le pertenece a Jesús y por lo tanto ahora el hombre ocupa un lugar muy importante).


Y el evangelista agrega: “Pobre Jesús, está llamando a la puerta de tu corazón. Por favor, ábrele. ¿Es que no lo ves allí fuera tiritando de frío? Pobre Jesús, ábrele la puerta”. No es de extrañarse entonces que los que están escuchando al evangelista piensen que si se hacen cristianos le harán un favor a Jesús.


Muchas veces hemos dicho a la gente: “Si usted acepta a Jesús tendrá gozo, paz, salud, prosperidad ... Si le da cien pesos a Jesús Él le devolverá doscientos ...” Siempre apelamos a los intereses del hombre. Jesús es el Salvador, el Sanador, el rey que vendrá por mí. El centro de nuestro Evangelio son mí, yo.


Las reuniones que realizamos se centran alrededor del hombre. Hasta la misma disposición del mobiliario, los bancos, y el púlpito, son para el hombre. Cuando el pastor prepara su bosquejo para el desarrollo de la reunión no piensa en Dios sino en su audiencia.


“Para el primer himno todos se pondrán de pie, para el segundo estarán sentados para no cansarse; después habrá un dúo para cambiar un poco el ambiente, luego haremos alguna otra cosa y todo cuanto se hace tiene que tener cabida en una hora para que la gente no se canse demasiado”. 


¿Dónde está Cristo el Señor en todo esto?


Y con nuestros himnos ocurre lo mismo. “Oh Cristo mío”. “Cuenta tus bendiciones”. ¡Y qué decir de nuestras oraciones! “Señor, bendice mi hogar, bendice mi esposo, bendice también a mi gatito y el perro, por amor a Jesús. Amén”. Esa oración no es por amor a Jesús sino ... ¡por amor a nosotros! 


Con frecuencia empleamos las palabras apropiadas con una actitud equivocada. Nos engañamos a nosotros mismos. Nuestro Evangelio viene a ser como la lámpara de Aladino de las Mil y una noches;
pensamos que si lo frotamos recibiremos lo que queremos. No es de extrañarse que Karl Marx llamara a la religión el opio de los pueblos. Tal vez tuviera razón, no era ningún tonto. Sabía que nuestro Evangelio con frecuencia no es nada más ni nada menos que una vía de escape para la gente.


Pero Jesucristo no es un opio. Él es el Señor. Usted debe venir y entregarse a Jesús y cumplir con sus demandas cuando Él habla como Señor. Si nuestros dirigentes hubieran sido amenazados por la policía y el sumo sacerdote tal como ocurrió con los apóstoles, es posible que hubieran orado así: “Oh, Padre, ten misericordia de nosotros. Ayúdanos, Señor. Ten piedad de Pedro y Juan. No permitas
que los soldados les hagan ningún mal. Por favor, danos una vía de escape. No permitas que suframos. Oh, Señor, mira lo que nos están haciendo. ¡Detenlos, no dejes que nos hagan daño!” 


Nosotros, nuestro, yo, mí.


Sin embargo, cuando leemos el capítulo cuatro de los Hechos, vemos que ellos no oraron así. Fíjese cuántas veces los apóstoles dijeron .


Y ellos, habiéndolo oído, alzaron unánimes la voz a Dios, y dijeron:
Soberano Señor, tú eres el Dios que hiciste el cielo y la tierra,
el mar y todo lo que en ellos hay; que por boca de David tu
siervo dijiste: ¿Por qué se amotinan las gentes, y los pueblos
piensan cosas vanas? Se reunieron los reyes de la tierra, y los
príncipes se juntaron en uno contra el Señor, y contra su Cristo.
Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu
santo Hijo Jesús, a quien (tu) ungiste, Herodes y Poncio Pilato,
con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuanto tu mano
tu consejo habían antes determinado que sucediera. Y
ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus siervos que
con todo denuedo hablen tu palabra, mientras extiendes tu mano
para que se hagan sanidades y señales y prodigios mediante
el nombre de tu santo Hijo Jesús. Cuando hubieron orado, el
lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos
del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios.
Hechos 24-31


No se trata de un problema de semántica sino que me estoy refiriendo a un gran problema que tenemos en las iglesias respecto de nuestra actitud. No es suficiente que usemos otro vocabulario; debemos dejar que Dios tome nuestros cerebros, que los lave con detergente, que los cepille bien fuerte y que nos los vuelva a colocar en una manera distinta de su posición previa. Todo nuestro sistema de valores debe ser cambiado.


Somos como aquellas personas de la Edad Media que creían que la tierra era el centro del universo. Ellos estaban equivocados y nosotros también. Pensamos que somos el centro del universo y que tanto Dios como Jesucristo y los ángeles giran alrededor nuestro. El cielo es nuestro, todo es para nuestro provecho.


¡Cuán equivocados estamos! Dios es el centro. 


Es necesario que nuestro centro de gravedad cambie. Él es el Sol y nosotros debemos girar alrededor de él. Pero es muy difícil cambiar nuestro patrón de pensamiento. Aun nuestra motivación
para la evangelización se centra en torno al hombre. Muchas fueron las ocasiones que escuché decir mientras me encontraba estudiando...  – Queridos alumnos, ¡fíjense en las almas perdidas! Esa pobre gente irremisiblemente va camino al infierno. Cada minuto que pasa otras cinco mil ochocientas veintidós personas y media se van al infierno. ¿No sienten lástima de ellos? – Y nosotros llorábamos y decíamos:


–: Pobre gente. ¡Vayamos a salvarla!
– ¿Se da cuenta? Nuestra motivación no era el amor a Jesús sino el amor a las almas perdidas.


Todo esto puede parecer hermoso pero es un error, porque toda nuestra motivación debe ser Cristo. No predicamos a las almas perdidas porque están perdidas. Vamos para extender el Reino de Dios porque así lo dice Jesús Él es el Señor.


Nuestro Evangelio en la actualidad es lo que yo llamo el Quinto Evangelio. Tenemos los Evangelios según San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan y el Evangelio según los Santos Evangélicos. Este Evangelio según los Santos Evangélicos se basa en versículos entresacados de aquí y de allá en los otros cuatro Evangelios.


Hacemos nuestros todos los versículos que nos gustan, los que nos ofrecen o prometen algo, como Juan 3:16 o Juan 5:24 y otros, y con esos versículos formamos una Teología Sistemática en tanto que nos olvidamos por completo de los otros versículos que nos confrontan con las demandas y los mandamientos de Jesucristo.


¿Quién nos autorizó a hacer semejante cosa? 
¿Quién dijo que estamos autorizados para presentar solamente una faceta de Jesús? 


Supóngase que se celebrara un matrimonio y llegado el momento de pronunciar los votos, el hombre dijera: –Pastor, yo acepto a esta mujer como mi cocinera personal, y también como mi lavaplatos personal.


No me cabe la menor duda de que la mujer diría: –¡Un momentito! Sí, voy a cocinar, voy a lavar los platos, voy a limpiar la casa, pero no soy una sirvienta. Voy a ser su esposa. Tú tienes que darme todo tu amor, tu corazón, tu casa, tu talento, todo.


Y lo mismo es verdad respecto a Jesús. Él es nuestro Salvador y nuestro Sanador, pero no podemos cortarlo en pedazos y tomar solamente aquellos que nos gustan más. A veces nos parecemos a los niños cuando se les da una rebanada de pan con mermelada, se comen la mermelada y vuelven a darnos el pan. Entonces volvemos a poner más mermelada y de nuevo se la comen y nos vuelven a dar el pan.  El Señor Jesús es el Pan de Vida y tal vez el cielo es como la mermelada.


¿Qué le parece que sucedería si en algún gran Congreso de Teólogos se llegara a la conclusión de que no hay cielo ni infierno?
¿Cuántas personas seguirían asistiendo a la iglesia después de un anuncio de esa naturaleza?


La mayoría no volvería a poner los pies en la iglesia. “Si no hay cielo, ni tampoco infierno, ¿para qué venimos aquí?” Esas personas van a la iglesia nada más que por la mermelada, es decir, por sus propios intereses, para ser sanados, para escapar del infierno, para ir al cielo. Los tales son los que siguen el Quinto Evangelio.


El día de Pentecostés, después que Pedro concluyera su sermón, dijo con toda claridad:


“Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a éste Jesús a quien ustedes crucificaron, Dios le ha hecho Señor y Cristo” (Hechos 2:36). Ese fue su tema.
Cuando los oyentes comprendieron que Jesús era en realidad Señor “se compungieron de corazón” (versículo 37) y preguntaron: “Varones hermanos, ¿qué haremos?”


La respuesta fue: “Arrepiéntanse, y bautícese cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibirán el don del Espíritu Santo” (versículo 38).


En Romanos 10:9 encontramos resumido el Evangelio del Reino de Dios: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo”. Jesús es mucho más que Salvador, él es el Señor.


Y ahora voy a darles un ejemplo de lo que es el Quinto Evangelio. Lucas 12:32 dice: “No teman, manada pequeña, porque al Padre de ustedes le ha placido darles el reino”. Este es un versículo muy conocido. Muchísimas veces prediqué sobre ese texto.


Pero, ¿qué dice el versículo siguiente? Lucas 12:33 dice: “Vendan lo que poseen, y den limosna”. Jamás escuché ningún sermón o conferencia basado en este texto, porque no está en el Evangelio según los Santos Evangélicos. El versículo 32 forma parte de nuestro Quinto Evangelio, pero el 33, aunque también es un mandamiento de Jesús, lo ignoramos por completo.


Jesús nos mandó arrepentirnos.
Jesús nos mandó gozarnos y alegrarnos.
Jesús nos mandó amarnos unos a otros como él nos amó.
Jesús nos mandó amar a nuestros enemigos.
Jesús nos mandó vender nuestras posesiones y darlas a los necesitados.
¿Quién tiene el derecho de decidir cuáles mandamientos son obligatorios y cuáles son opcionales? ¿Me comprende? El Quinto Evangelio ha hecho algo extraño: ¡nos ha dado mandamientos opcionales! Si uno quiere los cumple, y si no, es lo mismo.


Pero ese no es el Evangelio del Reino.


Jesucristo es el Señor


Por. Juan Carlos Ortiz, Discípulo. 1975

CAPITULO 2


EL EVANGELIO DEL REINO


Vengan a mí todos los que están trabajados y cargados, y yo los haré descansar;lleven mi yugo sobre ustedes, y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón,y hallarán descanso para sus almas. (Mateo 11:28-29)


No cabe duda que a todos nos encanta escuchar el primero de los dos versículos, el 28. Pero las palabras de Jesús “Lleven mi yugo sobre ustedes” no nos resultan tan agradables.


La salvación es más que ser librados de cargas y problemas. Sí, en verdad la persona es librada de su yugo pero recibe otro para reemplazarlo: el de Jesús. Jesús nos libra de nuestras antiguas cargas a fin de usarnos para su Reino. Nos liberta de nuestros propios problemas para que podamos llevar sus problemas. Cuando la persona se convierte, vive ya no para sí, sino que vive para el Rey.


En el Antiguo Testamento a Jesús siempre se le profetizaba como el Señor venidero y el Rey. Él es mayor que Moisés, David o los ángeles. Hasta el mismo David lo llama “Mi Señor” (Salmo 110:1).


¿De qué manera se presentó Jesús ante Zaqueo? Si en lugar de haber sido Jesús hubiéramos sido algunos de nosotros (pastores del siglo veinte) con toda seguridad que le hubiéramos dicho: – ¿Es usted en Señor Zaqueo? Encantado de conocerlo.


– Oh, este ... mucho gusto, encantado ...

– Señor Zaqueo, quisiera charlar un ratito con usted. Por favor, ¿podría usted consultar su agenda? Sé que es una persona muy ocupada, pero tal vez podría concederme algunos momentos. ¿Cuándo le parece que podría ser?


Esta clase de enfoque le permitiría hacer a Zaqueo la elección. Es muy posible que respondiera: – Bueno, veamos, ¿se trata de algo importante?


– A decir verdad, pienso que es sumamente importante, aunque tal vez usted no esté de acuerdo conmigo.

– Bien, veamos. Hum ... esta semana la tengo toda ocupada. Tal vez algún día de la semana próxima.


Jesús nunca actuó así. Miró arriba, donde se encontraba encaramado Zaqueo, y le dio una orden: – Zaqueo, baja rápido, porque hoy tengo que quedarme en tu casa–. Cuando uno es el Señor no permite que la gente escoja. La salvación no es cuestión de elegir, es un mandamiento.


Zaqueo tenía que decidir qué hacer con la orden. No le quedaba otra alternativa que obedecerle o no. (No es de maravillarse que en una ocasión Jesús dijera: “El que noestá conmigo está en contra de mí”. Jesús polarizaba a la gente a favor o en contra.)


Obedecer significa el reconocimiento de que Jesús es la autoridad, el Señor. Si Zaqueo no obedecía, entonces se convertía en enemigo de Jesús. Pero Zaqueo estuvo dispuesto a obedecer. Rápidamente bajó del árbol y llevó a Jesús y a sus discípulos a su casa. Tan pronto como cruzó el umbral de la puerta dijo: – Querida, por favor, prepara algo de comer para esta gente.


Es posible que su esposa contestara: – Pero, queridito, ¿cómo no me avisaste que traerías invitados a comer?

– Querida, yo no los invité ... ¡se invitaron solos!

Jesús no necesita ninguna invitación. El es Señor no solamente de todas las personas, sino también de todas las casas.


Luego de haber pasado un rato en la casa, Jesús dijo: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”. ¿Cuándo habrá sido salvo Zaqueo? Nadie le había explicado el plan de salvación.


Nadie le había indicado las cuatro leyes espirituales. Nadie le había guiado en una oración para recibir a Cristo en su corazón. ¿En qué momento habría sido salvo Zaqueo? Fue salvo cuando obedeció al Señor Jesucristo. En el mismo momento en que bajó del árbol se puso bajo el señorío de Jesucristo.


Exactamente igual ocurrió con Mateo. Se encontraba cobrando impuestos. Jesús no se quedó de pie a su lado aguardando hasta que tuviera un momento libre cuando pudiera decirle: – Hola, me llamo Jesús. Encantado de conocerlo. Yo sé que usted es una persona sumamente ocupada. Oh, aquí viene alguien .. atiéndalo ... yo puedo esperar ... – No, una actitud así le hubiera dado una opción a Mateo para decidir si prestaría atención a Jesús o no. Jesús simplemente dijo: – Sígueme. No fue una invitación. Fue una orden.


Mateo podía obedecerla o desobedecerla. Este es el Evangelio del Reino. “Arrepentíos y creed”, no hay alternativa posible: u obedece o desobedece. Exactamente igual ocurrió con el joven rico que preguntó: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” (Lucas 18:18). Este joven había hecho casi todo.


Jesús le respondió: “Aún te falta una cosa: vende todo lo que tienes ... y ven, sígueme” (versículo 22).

EL joven regresó muy triste a su hogar.

¿Qué hubiéramos hecho nosotros? Sin duda hubiéramos corrido hasta darle alcance y le hubiéramos dicho: – Joven, no lo tome tan a pecho, venga igual. Haremos un arreglo especial ...


De actuar así hubiera sido como decirle que podía seguirlo en sus propios términos. Sin embargo, aun cuando Jesús lo amaba, lo dejó ir. Si Jesús se hubiera reducido a sus requerimientos, el joven nunca se hubiera salvado realmente de sí mismo.


En otra ocasión Jesús le mandó a otro hombre que lo siguiera, y este dijo: “Señor, déjame que primero vaya y entierre a mi padre” (Lucas 9:59). Nosotros le hubiéramos dicho: “Por supuesto, lógicamente, discúlpeme por hacerle el llamado precisamente ahora. Pobre amigo, ¡cuánto lo siento! Tómese dos o tres días para el entierro”.


¡No! Jesús le dijo que dejara que otros se ocuparan del entierro. Él es mucho más importante que un padre muerto o cualquier otra cosa. El hombre había convenido en seguir a Jesús pero “déjame que primero vaya ...” ¿Es que hay alguien que sea primero que Jesús? Este es otro ejemplo de alguien que quería seguir a Jesús según su propia conveniencia. Pero con sus palabras Jesús le hizo ver que tenía que ser de acuerdo a sus términos.


Resulta obvio que Jesús podía haberle permitido que fuera a dar sepultura a su padre. Pero aquí estaba en juego otro principio. Cierto hombre le dijo: “Te seguiré, Señor, pero déjame que me despida primero de los que están en mi casa” (Lucas 9:61). El Señor podría haberle contestado: – Por supuesto. Ve y cena con tus familiares y dales las gracias de mi parte por dejar que vengas conmigo–. Pero Jesús nunca dio lugar para que se pudiera hacer una elección.


No somos salvos porque estemos de acuerdo con ciertas doctrinas o fórmulas. Somos salvos porque obedecemos lo que Dios dice. Todo lo que Jesús dice es: “¡Sígueme!” El no nos dice a dónde o si nos pagará o no. Simplemente nos da la orden. La salvación es una orden. Dios quiere que todos sean salvos, por cuanto todos hemos pecado. En virtud de eso es que nos manda que nos arrepintamos. Si no lo hacemos estamos desobedeciéndole. Es por eso que los que no se arrepienten reciben su castigo.


Si se tratara solamente de una invitación no habría castigo. Supóngase que usted me dijera: – Juan Carlos, ¿le gustaría un pedazo de pastel?

– Oh, no, muchas gracias – yo le contestaría.

Y usted, ante mi rechazo a su ofrecimiento me golpeara.

– ¿Por qué me está golpeando?

– Porque no quiere aceptar mi pastel.

– Pero usted me preguntó si yo quería un trozo de pastel. ¿Se puede saber por qué

me golpea?


El arrepentimiento no es una invitación, es un mandamiento. De otro modo Jesús no castigaría a los que lo rechazan. Si Jesús hubiera permitido que el joven rico lo siguiera sin vender antes sus posesiones, hubiera sido un discípulo mimado. Toda vez que Jesús le ordenara algo se preguntaría: “Bueno, ¿lo hago o no?”.


Esa es la clase de personas que tenemos en nuestras iglesias porque les hemos estado predicando el Quinto Evangelio.


La salvación es sumisión. La salvación es someterse a Cristo. Es posible que usted no alcance a comprender qué es la expiación o la propiciación, pero puede comprender lo que significa someterse al Señor. Al convertirse en ciudadano de Su reino está cubierto bajo Su protección.

¿Qué es lo que quiere significar el Padrenuestro con las palabras: “Venga tu reino.


Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”? Quiere decir que yo debo abdicar al trono de mi vida en el cual he estado sentado y dejar que sea Él quien se siente allí. Antes de conocer a Jesús yo comandaba mi vida, desde que lo encontré a él, manda Él. “Sea hecha Tu voluntad aquí en la tierra” se trata de algo para aquí y para ahora, no algo para mañana o para los siglos venideros.


Nosotros los pastores de hoy día no solamente hemos diluido el Evangelio del Reino, sino que lo hemos presentado en cómodas cuotas mensuales. Es como si uno comprara un automóvil. Con un anticipo le entregan el auto, pero después tiene que seguir pagando las cuotas. Es posible que hayamos querido vender el evangelio como si se tratara de automóviles. Decimos a la gente: – ¿Quiere ser salvo? Levante su mano. Eso es todo. ¿Cómo que eso es todo? Eso no es nada más que el anticipo. Después de transcurrido un tiempo, alguien dirá: – Pronto vamos a celebrar un bautismo. Procuraremos de que sea un día hermoso y templado. Calentaremos el agua del bautisterio, y un grupo de personas se van a bautizar. Esa es la segunda cuota.

Y si la persona dice: – Oh, no, la verdad es que no tengo interés en bautizarme. – Bueno, no se preocupe. Puede esperar hasta que esté dispuesto a hacerlo, – le contestamos.


Ese no era el mensaje que proclamaba la iglesia primitiva. Mas bien quiere decir, mandaban: “¡Arrepentíos! ¡Bautizaos!” Puesto que era una orden no había opción. Y luego de transcurrido cierto tiempo viene un nuevo pago. – Sabe, hermano, tenemos que sufragar los gastos de lo que estamos haciendo aquí en la iglesia, y por eso diezmamos nuestro dinero. Pero no crea que es algo tan malo como parece, porque cuando usted diezma, el noventa por ciento que le queda le rinde mucho más que lo que le rendía anteriormente el cien por ciento de sus ingresos. Dios multiplicará su dinero.


Es nada más y nada menos que un Evangelio centrado en el hombre. Lo que sucede es que inoculamos a la gente contra el verdadero Evangelio del Reino con esas pequeñas dosis de vez en cuando. Y después nos preguntamos por qué predicamos y seguimos predicando y predicando y es como si nuestra predicación no hallara eco en las personas.


Jesús dijo: “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:33). ¿Qué cosas? El contexto no deja lugar a dudas: comida, ropa, un techo donde cobijarse, las cosas elementales de la vida. Es muy frecuente escuchar que la gente le pide a Dios: “Por favor, dame un trabajo mejor”. “Señor, te ruego que me des esto o aquello”. Si tienen que pedir esas cosas no deben tenerlas. Y la razón porque nos las tienen es porque no están buscando primero el Reino de Dios.


Dios prometió todas esas cosas a las personas que buscan Su Reino. Todo lo que yo necesito hacer es buscar Su Reino y al mirar a mi alrededor, sin duda voy a exclamar: – ¿De dónde me vinieron todas esas cosas? Me deben haber sido añadidas mientras buscaba Su Reino. Suponiendo que un ser extra terrestre viniera para ver cómo vivimos los cristianos pensaría que Jesús dijo más o menos algo así: “Busquen primero lo que van a comer, lo que se van a poner, la casa que van a comprar, qué clase de automóvil les gustaría tener, cuál empleo les produciría mayores ingresos, con quién se casarán, y luego, si es que les sobra tiempo, si no les resulta molesto, por favor hagan algo para el Reino de Dios”.


En una oportunidad le pregunté a un hombre: – ¿Para qué trabaja? 

– Bueno, trabajo porque tengo que comer. Si no trabajo no como.

– Bueno, ¿y para qué come? – quise saber.

– Para tener fuerzas para poder trabajar.

– ¿Y por qué vuelve a trabajar?

– Bueno, lo hago para comer otra vez, para trabajar para poder comer ...


Eso no puede llamarse vivir. No es nada más que existir. Es algo carente de sentido. Y un día lo comprendí. Mi propósito es extender el Reino. 


Jesús dijo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mateo 28:18). Jesús debe conquistar todo el universo para Dios. El Padre le había dicho: “Hijo, tú tendrás que ocuparte de mis enemigos. Reinarás hasta que todos tus enemigos estén debajo de tus pies. Después de eso volveremos a conversar”.


Jesús vino a esta tierra y dijo a sus discípulos:


 – Yo soy el Comandante en Jefe de los ejércitos de Dios. Debo conquistar el universo para mi Padre y a ustedes los pongo a cargo de este planeta. Tienen que ir por todo el mundo y hacer discípulos, bautizándolos a todos y enseñándoles a que obedezcan mis mandamientos. Mientras tanto yo voy a ir a preparar lugar para ustedes en la casa de mi Padre. Adiós. ¡Hagan un buen trabajo!


Es así que, centímetro a centímetro, debemos ir recuperando aquello que pertenece a Dios. Para poder hacerlo necesito comer y para comer tengo que trabajar. Pero el propósito de todo eso es extender el Reino de mi Señor. Esto significa que mi sentido de los valores necesita sufrir un cambio. No concurro a la Universidad para recibir un Título; voy allí como un miembro del Reino de Cristo, para ocuparme de los asuntos del Reino. Y mientras lo hago también obtendré un Título.


No trabajo en Ford Motors para ganar mi sustento. Trabajo allí porque Dios necesita ese lugar en esta tierra; hace falta uno de sus soldados para conquistarla para Él. Y sucede que la compañía Ford paga mi conquista. Pero mi verdadero Señor es Jesucristo. De no ser así debo dejar de usar Su nombre, porque Jesús nos pregunta:


 – ¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que yo os digo?


CAPITULO 3 

Siervos del Reino


¿Quién de vosotros, teniendo un siervo que ara o apacienta ganado, al volver él del campo, luego le dice: Pasa, siéntate a la mesa? ¿No le dice más bien: Prepárame la cena, cíñete, y sírveme hasta que haya comido y bebido; y después de esto, come y bebetú? Acaso da gracias al siervo porque hizo lo que se le había mandado? Pienso que no.(Lucas 17:7-9)


Ya hemos visto qué es un Señor. Consideremos ahora qué es un siervo. Jesús hablaba con personas que sabían sin lugar a dudas el significado de la palabra “esclavo”. Hoy día no hay esclavos; la comparación más aproximada a un esclavo podría ser una sirvienta o mucama que trabaja por un sueldo, que ha sido reglamentada por un convenio laboral y que además, en muchos casos pertenece a un sindicato obrero. Pero en el primer siglo de nuestra era, el siervo era verdaderamente un esclavo, una persona que había perdido todo en este mundo: su libertad, su inmunidad, su voluntad y hasta su misma identidad. 


Era alguien que había sido llevado al mercado de esclavos y ofrecido al mejor postor como si realmente en lugar de un ser humano fuera un animal. Sobre su cuello colgaba una tablilla con el precio fijado y su posible comprador regateaba antes de comprarlo. Por lo general el que lo compraba lo llevaba a su casa y le horadaba el lóbulo de su oreja para ponerle un arco con el nombre de su amo. Había perdido su nombre, ya no era más ni Juan ni Pedro ni Carlos sino el esclavo del señor Gómez o del señor Fernández.


No recibía ninguna paga por su trabajo; había perdido todas sus libertades. Si su amo le decía: “Tienes que levantarte a las seis”, a esa hora se levantaba. Si le decía que tenía que hacerlo a las cuatro, a esa hora ya estaba en pie. Si su amo quería que hiciera algo a la media noche, tenía que hacerlo. Era un esclavo. No tenía libertad. No tenía poder de decisión. Era un don nadie.


Por lo tanto cuando Jesús narró esta historia relativa al amo invitando a su esclavo a que primero comiera él, los que le escuchaban se echaron a reír. Nadie haría semejante cosa. El esclavo siempre tenía que servir primero a su amo. Suya era la tarea de lavar, cambiar las ropas, preparar la comida, servirla y una vez que su amo había comido y se había retirado a dormir, el esclavo podía quedarse para comer las sobras.


Cuando Jesús preguntó: “¿Acaso da gracias al siervo porque hizo lo que se le había mandado?” La gente contestó con una negativa. Entonces Jesús terminó diciendo: “Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer lo hicimos” (Lucas 17:10).


Aunque no nos guste, nosotros somos esclavos de Jesucristo. Fuimos comprados por él. Pablo lo había comprendido perfectamente pues escribió: “Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos. Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Romanos 14:7).


Con mucha frecuencia se nos ha dicho que Jesús murió por nuestros pecados. Esa es tan solo una parte de la historia. La razón por la cual él murió y resucitó, dice Pablo, fue para hacer el Señor de todos nosotros, los esclavos. En 2ª Corintios 5:15 lo explica de una manera que no deja lugar a dudas: “Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”. Hemos sido comprados por precio. 


Es en virtud de eso que con tanta frecuencia leemos en el Nuevo Testamento palabras como esta: “Pablo, siervo de Jesucristo”, “Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo”, “Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo ...”. Aun la misma María se consideró a sí misma “sierva del Señor” (Lucas 1:38).


Antes de que nuestro amo nos hallara estábamos perdidos. Íbamos rumbo a la perdición eterna. Pero atención que aquí viene otra verdad: todavía seguimos perdidos. Estábamos perdidos en el pecado, en las manos de Satanás. Ahora estamos perdidos pero en las manos de Jesucristo.


Muchas personas tienen la idea de que la salvación es estar libre. “¡Oh, gloria a Dios, ahora soy libre, libre, libre!” Bueno, yo no diría que tan libre. “Y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia.” (Romanos 6:18).


Como usted sabe en este mundo hay solamente dos amos y cada uno tiene su propio reino. Nosotros nacimos en el reino de las tinieblas. Éramos ciudadanos naturales del reino donde prevalece el egoísmo, donde todos hacen su propia voluntad porque así es como Satanás regentea su reino; “Todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos ...” (Efesios 2:3).


Vivíamos como mejor nos parecía. Hacíamos lo que nos placía. ¿Cuál era la diferencia? El reino de las tinieblas es como un barco averiado que se está yendo a pique con suma rapidez. Cuando el capitán se entera de que su barco está perdido y se dirige a los pasajeros y les dice: – ¡Atención, los pasajeros de segunda clase pueden pasar a primera.


Están en libertad para hacer lo que quieran! Si alguno quiere tomar un trago que vaya al bar y se sirva. No le costará nada. Y si hay alguien que tiene ganas de jugar fútbol en el salón comedor, tiene libertad para hacerlo. Si se rompe algo, no se aflijan.


Y los pasajeros piensan: – ¡Qué maravilla de capitán que tiene este barco! ¡Nos da plena libertad para hacer lo que nos venga en gana! 


Pero ignoran que en breves momentos todos ellos estarán muertos. El que vive en el reino de las tinieblas no tiene ningún escrúpulo en cuanto a ingerir drogas, a llevar una vida lujuriosa y a cometer cualquier cosa impropia. Piensa que es el rey de su vida, pero está perdido. Lo guía el espíritu egoísta que predomina en su reino.


Pero eso no seguirá por mucho tiempo.


¿Y qué es la salvación? La salvación es que Dios nos ha librado “de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo” (Colosenses 1:13). No es una total liberación de los reinos sino que es pasar del dominio de Satanás y entrar a estar bajo el dominio de Jesucristo.


En este nuevo reino la persona no puede hacer lo que le place. Forma parte del Reino de Dios. El es el Rey. El reina y nosotros vivimos de acuerdo con su voluntad y sus deseos. Hay algunos que piensan que lo que nos distingue a los que estamos en el Reino de Dios es que no fumamos, ni bebemos, ni vamos al bar. Sin embargo es algo mucho más que eso. En el Reino de Dios hacemos lo que Él dice. Él es el Señor del Reino. Los que han pasado de muerte a vida, de un reino a otro, dan testimonio de que antes de tener un encuentro con Jesús ellos eran los que dirigían sus vidas, pero una vez que tuvieron un encuentro con el Señor, él es quien dirige sus vidas.


Algunas personas quisieran que no fuera necesario hacer una definición tan precisa. Viven y piensan como si en lugar de dos caminos hubiera tres: el camino ancho para los pecadores que van rumbo al infierno; el angosto para los pastores y misioneros, y un término medio, ni tan angosto ni tan ancho, para el resto de los creyentes. Por supuesto que esto no figura en ningún libro de doctrina pero sí en el libro del diario vivir donde la gente se mueve y actúa.


El camino medio es invención del hombre. O se vive en el reino de las tinieblas donde cada uno hace su voluntad o se vive en el Reino de Dios y se cumple con la voluntad de Él. No hay término medio.


Es más, pasar de un reino al otro no es tan fácil. No hay ni pasaportes ni visas. Somos esclavos de nuestro propio pecado. No podemos huir. Ningún esclavo puede hacerlo.


La única manera en que puede librarse de la esclavitud es por medio de la muerte. ¿Por qué en los tiempos que en los países de nuestro Hemisferio Norte la esclavitud todavía no había sido abolida, la gente de color del sur de Norteamérica, solían siempre referirse al cielo en sus cánticos espirituales? Porque era la única esperanza que tenían para ser libres. Y nosotros podemos ser libres de la esclavitud del pecado solamente cuando morimos.


Pero existe un problema. En el Reino de Dios no se aceptan ciudadanos naturalizados. Para pertenecer a ese Reino hay que nacer allí. Supongamos que las leyes de nuestro país o de cualquier otro país lo establecieran así. Imaginemos a modo de ejemplo que yo me presentara en la oficina de inmigración de los Estados Unidos y le dijera al empleado que me atiende que quiero ser americano.


– ¿Dónde nació usted? – me preguntaría.

– En Buenos Aires, en la República de Argentina.

– Entonces no puede ser americano, porque para serlo tiene que haber nacido en

territorio americano.

– Sí, pero de todos modos yo quiero ser americano.

– ¿Dónde nació?

– En Buenos Aires.

– Bueno, ya le he dicho que la única manera de ser americano es naciendo en los

Estados Unidos de Norteamérica.

– Sí, ¿pero qué puedo hacer? Le digo de todo corazón que quiero ser americano.

– Mira, la verdad que lo único que puede hacer es morir y nacer de nuevo, y cuando lo haga, cerciórese de nacer en nuestro país. Únicamente así podrá ser ciudadano americano. Aquí no damos entrada a los turistas ni tampoco aceptamos visas. Si quiere ser americano tiene que nacer aquí.


¿Cómo puede un hombre cambiar su ciudadanía? ¿Cómo puede pasar del reino de las tinieblas al Reino de Dios?


Jesús nos ha dado la solución. Su muerte en la cruz y su resurrección en realidad significan que cualquier esclavo que mira con fe hacia la cruz puede contar como suya esa muerte. El esclavo muere y Satanás ya no puede contarlo como súbdito suyo. Después de la muerte viene la resurrección. 


Es por medio de esta resurrección que pasamos al nuevo Reino. Estos es algo tan importante como la misma cruz. Morimos al dominio de un rey y volvemos a nacer en el Reino de otro. Esto es el bautismo. Durante muchos años bauticé a las personas que querían ser bautizadas, pero era solamente un rito. La ceremonia era muy linda, llevaban puestas lindas túnicas, un fotógrafo les tomaba una foto en el momento de ser bautizados y el coro proporcionaba la música de fondo. Era todo un espectáculo.


Pero eso era así antes de que Dios comenzara a renovarnos. Ahora nos damos cuenta que el bautismo tiene un significado mucho más importante que el cumplir con un rito establecido. El bautismo debe tener lugar enseguida, tan pronto como la persona comienza a vivir en el nuevo reino. A mí no me resulta tan importante el hecho de que sea por inmersión o aspersión o cualquier otra manera. 


Respecto a la forma de bautizarnos la Biblia no es tan clara como lo es, digamos por ejemplo, en que nos amemos unos a otros (¡y eso sí que no lo hacemos!). Empero por medio de la inmersión podemos comprender de una manera inequívoca la muerte y resurrección de Cristo. Sepultamos a la persona en el agua, pero no la dejamos enterrada allí, sino que la volvemos a levantar.


Esto no es idea de los apóstoles ni de nosotros. El bautismo se hace “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. En realidad la persona es bautizada por Dios por medio de un hombre que lo representa.


En nuestra congregación algunas veces usamos esta fórmula: “Yo te mato en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y te hago nacer en el Reino de Dios para que sirvas y agrades a Jesucristo”. Es algo fuera de lo común, pero produce mejores resultados.


Hay personas que piensan que la salvación se recibe solamente a través del bautismo; otros señalan en cambio que es solamente por fe. Pero los apóstoles dijeron: “¡Arrepentíos y bautizáos!” Ambas cosas: creer y ser bautizados. El no dijo: “El que creyere y fuere salvo, después de unos meses será bautizado”. Para los apóstoles el bautismo tenía su significado en cuanto a la salvación.


¿Cuál es el significado? Podría comparársele con un billete de papel moneda. El billete tiene dos valores: el intrínseco, es decir, el valor del papel y la tinta para hacer la impresión que no es mucho. Es posible que con una moneda se pueda comprar un papel de mayor tamaño que el de un billete y más tinta que la necesaria para imprimirlo. El otro valor, mucho más grande, es que el papel moneda está respaldado por el Banco Central o las Reservas Federales del país que lo acuñó. Con ese billete de un valor intrínseco tan escaso, se puede ir al supermercado y comprar bastantes cosas (o por lo menos algunas).


Lo mismo sucede con el bautismo. El agua y la ceremonia no son mucho, pero está respaldado por lo que Jesucristo llevó a cabo en la cruz y en la tumba y por lo tanto el bautismo tiene un valor inmenso. A la persona que se bautiza esta ceremonia le está dando a entender que ha pasado de muerte a vida. Es por eso que el bautismo tiene que llevarse a cabo en el mismo momento en que tiene lugar la salvación.


Esto no es algo que haya inventado yo. La Iglesia Primitiva nunca bautizaba a nadie después de pasado el primer día de su conversión. Es más, ni siquiera esperaban a la reunión vespertina. Si una persona era salva en la mañana, en la mañana se bautizaba. O si era salva a la medianoche, tal como el carcelero de Filipos, del que leemos en Hechos capítulo 16, pues se le bautizaba a la medianoche.


Es por ello que en nuestra congregación, no aseguramos a la persona que es salva hasta que se bautiza, no por el bautismo en sí, sino por el hecho de obedecer a un mandamiento. Si una persona dice “yo creo” pero no quiere cumplir con la ceremonia del bautismo, su entrega al nuevo Reino es discutible porque la obediencia es la esencia de la salvación.


Si no nos encontramos cerca de un río, estanque o piscina para bautizar a la gente, no nos hacemos mayor problema. La bautizamos en la bañera de su casa. El bautismo encierra una gran lección objetiva. Si se hace en el momento apropiado, la persona comprenderá mejor lo que hace. Se dará cuenta que está pasando de muerte a vida; del reino de las tinieblas al Reino de Dios.